Plantilla:Contexto cementerios
Los antecedentes que llevan hacia la proyección y construcción de este cementerio datan de la colonia. Las ideas y proyectos de cementerios fueron ya esbozados bajo la administración del gobernador Ambrosio O’Higgins. Para la concreción, sin embargo, habría que esperar al mandato de su hijo, Bernardo O’Higgins. Luego de la Batalla de Maipú en 1818, el nuevo Senado ejerció bajo un senadoconsulto: “En consideraciones de respeto al Ser Supremo y al Culto, se prohíbe la sepultación en las iglesias, y por razones de salud pública, se crean los cementerios comunes como único sitio para sepultar”. En 1821 se levantó el Panteón General. Se escogió el barrio de La Chimba, porque al norte del Mapocho se entendía lo suficientemente lejos de "la ciudad ilustrada", que se mantenía así a salvo de las pestilencias de los muertos. Ya funcionaba allí un panteón informal con capilla, circundado de una alta pared con puerta de hierro que mantenía a raya a los perros que merodeaban el sector dispuestos a perturbar la paz de los proteicos difuntos.
La etapa inicial del Cementerio General se financió con fondos estatales, con algunos legados y hasta con venta de nieve traída en mula desde La Dehesa para la fabricación de helados.
El traslado de los espacios de entierro fue así traspasado desde el interior de las iglesias a un recinto formal. La costumbre de recurrir a las iglesias, no obstante, persistió de forma clandestina. Los templos eran entendidos como el espacio de la muerte cristiana por excelencia, más cercana a los santos y a Dios. Eran puntos de reunión para la oración y para el contacto con los seres queridos, respecto de los cuales se desconocía su ubicación exacta.
Con la legislación del Cementerio General de Santiago, otros menores en otras ciudades, y la autorización respectiva del Cementerio de disidentes de Valparaíso, se intentó regularizar los entierros. Eran normas de carácter fragmentario, y cuyas reglamentaciones incurrían en ambigüedades. El Código Civil de 1855 buscó resolverlas a través del artículo 585: "Las cosas que han sido consagradas para el culto divino se regirán por el derecho canónico", manteniendo así a los lugares de culto, iglesias y cementerios ajenos de intervenciones civiles. Sin embargo el estamento perdió validez a consecuencia de la influencia de las corrientes liberales y la famosa polémica de la negación de sepultura católica al Coronel Manuel Zañartu, en Concepción, quien se separó de su mujer y convivió con otra pareja hasta el final de sus días. En consecuencia se clausuraron todos los camposantos católicos del país.
En 1883 gobierno de Domingo Santa María presentó las Leyes Laicas, que transferían al Estado las funciones civiles que poseía la Iglesia. Una de estas normas eliminó la separación física de áreas de entierro entre católicos y “disidentes” y sancionó las sepulturas en predios que no fueran cementerios.
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En consecuencia, se produjo una “cacería de muertos”: oficiales civiles arrebataban cadáveres contra la voluntad de los familiares para llevarlos a cementerios como la ley mandaba, y católicos exhumaban cuerpos en secreto para enterrarlos ilegalmente en las iglesias, mientras ataúdes llenos de piedras quedaban en los cementerios. Dispuesta a dar la lucha, la Iglesia prohibió a los sacerdotes autorizar los entierros en cementerios laicos, y Santa María proscribió entierros en los templos. La disputa fue tan enconada que hasta los cadáveres de los católicos fueron perseguidos. La facción del partido conservador que aceptaba el liderazgo de la Iglesia (los llamados “pechoños”) veían los sucesos con desasosiego. Circula a nivel chismográfico el caso de una señora de sociedad que le dijo a Santa María que no seguiría rezando el rosario porque hacerlo implicaba repetir su nombre. De acuerdo a una investigación realizada por Marco Antonio León, las sepultaciones en las iglesias se prolongaron como mínimo hasta 1938, burlando sistemáticamente la ley laica.